Soy un signo flotando
entre lenguajes y códigos que no me descifran
como si fuese extranjero en el vocabulario del mundo
el pasillo del aeropuerto menos transitado.
Como un mar de espesos sentidos
o una lengua muerta.
Y es así que no hay
nada más terrible
que no tener ancla ni acera.
Lo que somos y lo que hacemos,
nuestros bordes ásperos o suaves
redondos, azules o plurales,
solo existen si se encadenan
por sucesiones de sentido.
Así, para darte un ejemplo
existe el lenguaje de las manos
para decir estoy triste
que es comprensible incluso
sin usar el lenguaje de los llantos o las palabras.
Existe el lenguaje de la campera en el brazo
del que está apurado y existen
infinitos otros medios de comunicación
actividades que se hacen de forma distinta
según los practicantes.
Muchas veces al día
creo estar caminando con la seguridad
de un joven de veintitantos
y los otros ven una alfombra flotante,
o creo expresar con mis ojos deseo por tu ombligo
y solo me sale el sonido que hace
una mandarina al ser pelada.
Si yo floto a la deriva
intraducible
entonces
qué esperanza me resguarda
de no ser tronco de río
polvo en el aire o peor
ya que ellos tendrán sus sentidos.
Quise construir con tristeza
mi diccionario
y me salió una escalera. La usaré
para saltar a la tapia de mis vecinos
-mi tristeza no es tanta ni es tan alta la tapia-
Buscar, entre los pastos altos
las verdades que se fueron abandonando
y una pelota que tiré allí por error
para aventarla contra las ventanas
y sus incrédulas narices.
Esa ventana por donde miran
un lenguaje de cielo.
Ahí estará mi potencial:
¿el mundo creerá que quiero una traducción?
que me entiendan no es fin, apenas es principio.
Yo solo quiero el poder de
decir
que no me importan nada
sus verdades a medias
y la pelota
más que para poder construir con mi tristeza,
la profunda tristeza de que se me escape todo,
la herramienta para que alguien llegue
escuche y sin más explicaciones
asienta.
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